UNA FE DE ESTE MUNDO

sobre La voz en los maderos (Cartografía Ediciones, 2016) de Joaquín Vazquez-

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Javier Martínez Ramacciotti

 

Comienzo con un interrogante que cristaliza un primer efecto, trivial y banal como cualquier otro, pero mío: ¿por qué este libro? Quiero decir, ¿por qué un libro de poemas que puntean zonas de lo sagrado, de lo religioso, que traman un remontaje de escenas bíblicas? ¿Por qué hacer ingresar, nuevamente, a dios y cristo en el movimiento encabalgado de los versos? Es extraño interrogar sobre la necesidad o urgencia de un poema, pero siendo honesto es esa pregunta la que se iba trazando en ese paisaje que se dibuja con la sumatoria de los movimientos de la cabeza levantándose de la lectura. Y la extrañeza se reduplica cuando leo en una entrevista reciente que Joaquín se deslinda de la fe cristiana, se excusa de convertir a sus poemas en una continuación de la creencia por otros medios. ¿Qué son, entonces, estos poemas? Ciertamente no deberíamos ir a buscar en ellos una plegaria, o el desmoronamiento del lenguaje ante el acceso a una zona sagrada, tampoco una suerte de teología negativa que desgasta los nombres sólo paa mejore despejar el hueco del significante vacío de dios. Podría hipotetizar: quien habla en estos poemas es un habla atea, y lo que sigue, entonces, sería otra pregunta: ¿qué hace un habla atea con dios, la religión y cristo en sus fauces? Porque no se trata, tampoco, de una escritura que replique un ateísmo de largada transmutando sus consignas en la forma literaria; voy a precisar: quien habla es una voz atea que se conquista desde el corazón del relato y la imaginación cristiana. Como si dijera: ateo no se nace, se hace. En efecto, los poemas de este libro van configurando un ensamblaje de intervenciones e inter-versiones a personajes y escenas bíblicas para extraer de ellos, desde ellos, un nuevo semblante, una imagen inédita, y como escribe Joaquín “sucumbir a la imagen/ es declararse ateo”, y sus poemas sucumben una y otra y otra vez a la potencia ateológica de la imagen. Pero no sólo la imagen es el operado estética para expropiar una experiencia atea desde la simbólica sagrada, sino también la voz. Escribe Joaquín:

Quien habla

El demonio que habita

el centro de mi boca

clavó al paladar esta lengua débil.

Se aseguró de ser dueño

de la Babel de dientes podridos

de la glosolalia

de mis ecos, ruidos y truenos.

 

La voz no es un hálito espiritual, el soplo que hace de gozne entre dos reinos; la voz es el hábitat del demonio, la voz es legión, antes que articulación lingüística, antes que cifra de un mensaje, puro ruido, física descontrolada, multiplicidad heterogénea. ¿Quién habla cuando habla la voz?, se preguntó Blanchot en una oportunidad, y quizá puedo imagina que los poemas de Joaquín le responden: cuando habla la voz, no habla el quién. Si la imagen, decía, inaugura un espacio ateológica, la voz despeja el espacio de lo a-subjetivo, de lo impersonal. Por medio de la imagen y la voz la escritura de La voz en los maderos pareciera delinear las posibilidades de acceso a la experiencia de un ateísmo de lo impersonal, un ateísmo de lo impersonal que no sería otra cosa que este mundo material y concreto de todos los días pero atravesado a máxima intensidad, extrayendo de él su radical potencia y precariedad, con un esfuerzo, una atención y minuciosidad que uno está tentado de llamar a ese ateísmo de lo impersonal una nueva figura de lo sagrado una vez declinadas todas las formas de lo sacro: una experiencia del hay, podría quizá decir con Del Barco.

 

Y sin embargo, volvamos a las preguntas del inicio, a la incomodidad y extrañeza: ¿por qué dirimir esta posibilidad de un acceso a la experiencia de un ateísmo de lo impersonal por medio, en el medio, del cristianismo, de su lengua e imaginación? Quizá acá se encuentre la política poética del libro de Joaquín, y a mi parecer su oportunidad, es decir, su necesidad contingente. Porque todo pareciera indicar que su escritura asume que el cristianismo no es sólo ni principalmente una religión o un campo de experiencias, sino sobre todo una signatura sobre la lengua que nos habla, un tatuaje sobre la piel que inevitablemente habitamos: ¿y no es la tarea de la escritura inventar una lengua extranjera en la propia lengua?, ¿no debe acaso la poesía, entonces, atravesar los signos y fantasías del cristianismo, o sea, de cristo, para auscultar, más allá de su letra, su voz plural, una voz que resguarda, antes que una epifánica transmundana, la verdad de una experiencia del mundo herido, una experiencia del dolor y la finitud? ¿No debe, por lo tanto, la poesía auscultar esa voz en los maderos? Atravesar la signatura cristiana y deconstruirla por medio de la imagen y la voz para expropiar de ella un ateísmo de lo impersonal como lengua verdadera para frasear un mundo regido por el dolor, la muerte y la herida, y que sin embargo no se derive de ello una visión trágica ni nihilista sino, incluso, inventando una nueva trascendencia: “la distancia de lo visto/ testimonia el más allá/ que logro concebir”. La voz atea aún resguarda un más allá, aunque su distancia sea mínima, la más pequeña de todas; la voz atea, la voz en los maderos, no renuncia al paraíso, a la promesa del paraíso y, sobre todo, a la promesa como paraíso. Sólo que la voz atea detalla: ese más allá es este más acá, el paraíso prometido es la promesa que hace cada cosa y viviente de este mundo, la promesa que es cada cosa y viviente de este mundo.

“entonces todo suena a río

a quietud próxima

para un hoy perpetuo”

 

Si alguna fe resta de los versos de Joaquín sería justamente esa: una fe débil en el aquí y ahora perpetuos, el acá y el hoy perpetuamente resucitados.

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